De todos nuestros sentidos, es el que se considera menos engañoso y más seguro
Cartesius
Todo lo que no se usa se atrofia. Desde hace ya algún tiempo el sentido del tacto se está devaluando respecto a los otros cuatro, debido al menor uso que venimos haciendo de él. Se impone un sentimiento de individualismo que nos hace aislarnos cada vez más, perdiendo el contacto físico con nuestro entorno.
Venimos de una época en la que no hemos podido salir de nuestras casas, cuando lo hemos hecho ha sido con distancia social, mascarillas, desconfiando de las personas que nos encontramos en la calle, en el supermercado e incluso ante la imposibilidad de acercarse físicamente a nuestros seres queridos.
La proliferación de avances tecnológicos, que en el campo de la comunicación imponen el uso de recursos audiovisuales, demandan un mayor empleo de sentidos como la vista y el oído. Así se relega el tacto a un segundo plano, a un progresivo desuso y con ello a una pérdida de sensibilidad física y emocional.
El tacto es probablemente el más primitivo de los sentidos. La primera experiencia, tal vez la más elemental del ser humano que no ha nacido aún, es aparentemente la táctil. Cuando un embrión tiene menos de ocho semanas y mide menos de 3 centímetros, antes de poseer ojos y orejas, desde la parte superior de la cabeza hasta las minúsculas nalgas, responde al tacto. Es capaz de sentir la temperatura y presión del líquido amniótico, puede percibir el latido del corazón de la madre, incluso identificar los cambios rítmicos de éste.
Martin Grunwald, director laboratorio háptico de la Universidad Leipzig, único instituto europeo dedicado plenamente a la investigación del sentido del tacto, sentencia : “para cada movimiento necesitamos la respuesta de las células táctiles que se hallan en la piel y el cuerpo” “sin esa información no podríamos ponernos de pie, sentarnos o comer… no podríamos hacer nada”.